Música

dijous, 17 de febrer del 2022

La hermana

(Reescribiendo una escena de "La metamorfosis"  de Kafka con un cambio de narrador, como ejercicio para el taller de escritura del 17/02/2022

A pesar de que todavía me tiemblan las piernas, sujeto con ambas manos y con una firmeza casi dolorosa el pomo de la puerta que me separa de la habitación de mi hermano. Un primer vistazo me la había mostrado vacía, como si Gregorio se hubiera ido realmente de viaje y en unos días lo fuese a volver a ver sentado con nosotros, enfrascado en la lectura de alguna noticia intrascendente o en los detalles de su siguiente recorrido de negocios. Sin embargo, un rayo de luz, filtrado furtivamente a través de la puerta abierta a mis espaldas, ha aplastado súbitamente mi ensimismamiento: reflejándose en el lustroso abdomen de aquel ser, asomado bajo el sofá, ha borrado todo atisbo de esperanza que empezaba ya a dibujarse en mi pensamiento, obligándome a recular casi sin aliento.

Mas no puedo ahora desistir de mi cometido. Haciendo acopio de valor, vuelvo a internarme con absoluta diligencia en la habitación, reparando enseguida en el cuenco aún lleno de leche. Al acto, se me forma un nudo en la garganta, pues no puedo evitar recordar la avidez con la que Gregorio solía tomar su bebida predilecta todas las mañanas. Inconscientemente, la escudilla intacta se vuelve ante mis ojos un símbolo de la muerte de mi hermano, de todo lo que él había querido y deseado. Pero reacciono y me recompongo rápidamente; echarme atrás tan sólo confirmaría la incredulidad con la que mis padres me miraron anoche, cuando les dije que me haría cargo de la alimentación del insecto, como si yo fuera incapaz de asumir responsabilidad alguna o de aliviarles, por poco que sea, el peso de semejante desgracia. 

Me pongo manos a la obra: me llevo el cuenco a la cocina -con un trapo, pues ¡a saber qué clase de enfermedades podría acarrear el animal!-, y comienzo a reunir alimentos. Me doy cuenta de que tan sólo estoy eligiendo comida fresca, como si de un ser humano todavía se tratara; así que me corrijo e incluyo en el surtido sobras incomibles, algunas rayando la podredumbre. Lo pongo todo en una bandeja y me la llevo a la habitación. 

Lo distribuyo por el suelo y me retiro tan pronto como puedo, ya que me inquieta que el bicho, guiado por sus instintos naturales, se abalance sobre el banquete, encontrándome a mí de por medio. Ya fuera, me siento a la mesa, mientras oigo zumbidos y un cierto alboroto ahogado procedente de los recipientes de comida. Mientras espero, cierro los ojos, pues me escuecen por la falta de sueño. Me pierdo en el recuerdo de algunas tardes en las que, estando yo practicando el violín en mi cuarto, Gregorio entraba de puntillas y me escuchaba embelesado hasta finalizar la pieza. Solamente él me miraba así, como si vislumbrara un futuro brillante delante de mí, con un orgullo que resultaba inexplicable, especialmente para mis padres. Pero ahora me ha sido arrebatado, de modo tan injusto como incomprensible, y me lleno de una rabia que se desborda en forma de lágrimas silenciosas. 

Advierto que los ruidos han terminado hace tiempo, por lo que abro la puerta lentamente para evitar perturbar al insecto. Con los ojos aún enrojecidos, empiezo a barrerlo todo sin levantar la vista más allá de lo necesario. El hedor de los restos y del animal se vuelve más insoportable con cada segundo que pasa, así que me doy prisa y lo arrojo todo de cualquier manera en un cubo. Lo tapo antes de salir para evitar que la peste se extienda por la casa y echo la llave. 

Me quedo mirando el retrato de mi padre uniformado. “No lo he hecho tan mal, ¿verdad?”, le susurro, con una sensación de satisfacción personal hasta ahora desconocida para mí.

Marta F.