Música

dimarts, 11 d’agost del 2015

Monotonía azul

Era una cálida noche de verano cuyo cielo era tan sólo perturbado por una lluvia de rayos y de gotas de agua en las que se reflejaban diminutos fragmentos de luna. Ella, tumbada sobre las sábanas de su oscura habitación, observaba cómo la negrura se teñía de plata cuando los relámpagos caían sobre su consciencia. Cada lágrima de agua que impactaba contra la ventana se convertía en un objeto adherido a su cuerpo, cuyo único objetivo era hacer que sintiera todos sus músculos más pesados y, a la vez, cansados.

Con fuerza, cerró las manos alrededor de su almohada, dejando la marca de cada uno de sus dedos en ella. Apretó los párpados para que la escondieran por un momento de aquella realidad que tan sólo permitía que su mente estuviera poblada de colores, e intentó pensar. Pasados unos instantes, una débil sonrisa se dibujó en su rostro. Abrió los ojos lentamente y, con un brillo antes oculto en ellos, alargó el brazo y empezó a palpar todos los objetos que había en su escritorio hasta dar con el que buscaba: su cuaderno. Con el índice, dibujó el contorno de los relieves que decoraban aquellas tapas viejas y que guardaban las hojas ya amarillentas. Después, simplemente, dejó que su mano reposara sobre él y su sonrisa se volvió aún más amplia. En unos momentos en los que parecía que la tormenta había perdido su fuerza, cerró los ojos, inconsciente, y se sumió en la verdadera oscuridad.

Todo se había vuelto azul: una especie de azul cobalto que teñía monótonamente cualquier lugar en el que pudiera reposar su mirada. Empezó a andar sobre un suelo aparentemente inexistente, aún confusa. Giró la cabeza y lanzó la mirada por encima de su hombro derecho: había un banco de madera en medio de la nada, recubierto de una pintura azul algo desgastada del mismo tono que su entorno. Se sentó en él y dejó la cabeza reposar inclinándola hacia atrás, clavando la mirada en aquello que debería ser cielo.

No había nada. Absolutamente nada, salvo ella y ese banco. Se incorporó y, ahora con la cabeza gacha, observó cómo jugaba con sus propios pies: los movía de un lado a otro y los chocaba el uno contra el otro para llenar aquel silencio asfixiante que la rodeaba.

Nada, vacío. Lo comprendía: estaba dentro de sí. Retorció el rostro en una mueca de dolor y se llevó ambas manos al pecho, juntándolas y clavándose las uñas en su propia piel. Una lágrima cayó a sus manos y se mezcló con una pequeña gota de sangre que brotaba de una de ellas. Cayó al suelo, tiñendo de rojo el azul de aquel mundo.

Pasados algunos minutos, levantó la mirada de nuevo. Había algo; había una pequeña mancha blanca a poca distancia de ella que había sobrevivido a toda aquella inmensidad. Rápidamente se acercó a ella: era una hermosa planta con dos hojas grandes y un tallo del que colgaban hermosas flores pequeñas y blancas, de forma acampanada. Se mantenía erguida en medio de la nada, con sus raíces enterradas en un suelo invisible. Ella la alzó y se la llevó al banco. La colocó en su regazo y empezó a acariciar delicadamente los pétalos, temerosa de ensuciar la nieve que los formaba. Se dijo que grabaría para siempre en su memoria aquella flor de nombre desconocido que tanta calidez le había transmitido sólo por el hecho de contemplarla. "Nada...", se decía en voz alta, "nada...". Y sonreía.

Así, perdió la noción del tiempo. Tuvo la sensación de que su consciencia se había congelado por el tacto de aquella flor blanca. Sus ojos vidriosos estaban fijos en ella y, por eso, no vio cómo todo su alrededor, antes azul, ahora se teñía de negro, como si las gigantescas manos de la noche estuvieran empeñadas en dejar huella en aquel monótono paisaje y hacerlo suyo. Cuando levantó la mirada, absorta de pensamiento, aún sonreía. Ahora ya ni el color la rodeaba. Sus dedos estaban impregnados de la dulce fragancia de la flor y se sentía mareada. En el momento siguiente, sus pupilas se vieron heridas por un fuerte destello plateado que la hizo desplomarse en el suelo, abandonando la planta encima del banco de madera azul.

Cuando volvió a abrir los ojos, a pesar de la oscuridad que seguía rodeándola, sintió el alivio de encontrar bajo la palma de su mano el relieve de la tapa de su cuaderno. Se encogió sobre sí misma, sintiendo el suave tacto de las sábanas en la piel. Ahora, las gotas de lluvia traspasaban su mente como agujas de hielo, y todo su cuerpo se erizó: tenía frío. Se llevó las manos al rostro y comprobó que no desprendían perfume alguno. Con un movimiento rápido, cogió la libreta y la puso encima del viejo colchón. Temblaba cuando un trueno se atrevió a romper de nuevo la noche. Se aferró con fuerza al cuaderno, apretándolo contra su pecho, y mientras se repetía interiormente la misma palabra, "nada", la imagen de la flor blanca se hizo grande dentro de ella hasta que la oscuridad de la noche fue interrumpida por los primeros rayos de sol.


Marta F.



Muguet. Retorn de la felicitat.